miércoles, febrero 27, 2008

Antes, ahí (parte I)


(Un cuento, aún crudo)

De esas playas me quedó el sol, como si se me hubiera metido adentro para después pugnar, durante todo el resto de mi vida, por salir; y una docena de acontecimientos intrascendentes, uno de los cuales haría naufragar, a causa de múltiples casualidades aparentes, mi existencia pasada.

A los pocos días de llegar empecé a sentir cómo el sol me estaba abrasando, muy de a poco. Primero la piel, que se secaba con violencia, tostándola, volviéndola crujiente como una ostia oscura. Después era esa ignota capa de grasa superficial la que empezaba a largar lentamente el olor de la parrilla cuando se calienta. Al final, ya con la certeza de que esto me iba a doler en el futuro, el sabor abstraído y preciso de la carne cocinándose. Y ahí estaba yo, mirando el mar siempre tan igual a sí mismo, con los primeros síntomas que mi mente registraba como si estuviese, mi cuerpo, siempre tan distinto, remoto y desolado, al borde de la autocombustión.

Por allá, lejos, venía alguien. Ahora que pasó todo, la presencia dudosa de unas personas que se van demorando mientras dedican miradas pensativas al mar, me parece absolutamente superficial, cuando en aquel único e irrepetible momento, giré la cabeza e intuí que, a través de la espesa niebla de la miopía, la llegada casi inminente (yo diría que estaban a unos doscientos o trescientos metros) de una cantidad imprecisa de ésas y no otras, a pesar de que para mí eran incluso innumerables, personas, me traería sólo funestas calamidades.

Preferiría no tener que cruzarme con nadie. En los pocos días que estuve ahí, muy cada tanto pasaba alguien caminando y, por rachas, durante dos o tres horas sólo pasaban nubes y cuatro o cinco acontecimientos diminutos que yo sobreestimaba debido a mi propio ruido mental. Ruido, sí, vívido y transparente, era el que hacía el mar: unas melodías raras y voluptuosas que me regalaba en esas horas ausentes, y que yo grababa con un fondo de voz gangosa y adolescente con cierta grandilocuencia larvada. Y versos, que escribía frenéticamente en los renglones tartamudos y epilépticos que me permitía ese ruido mental del que quería desembarazarme. De los cientos, sólo sobrevivieron media docena porque, lamentablemente, en el instante en que me ocurrieron opiné que merecían recordarse en palabras.


(continuará)

No hay comentarios.: