martes, enero 12, 2010

Moloko Vellocet




Una anciana en una habitación de fastuosidad burguesa recargada, propia de los ’40 pero vista desde los ’70. Se acerca con parsimonia a lo que imaginamos como un gran ventanal, amurallado casi con obviedad por un cortinado de un blanco tenue pero persistente que contrasta con el vestido de la señora y la ambientación general de esa salita pseudo-burguesa, todo de un negro plano y vertiginoso. Se para como si mirara a través de ese muro que vela cualquier clase de interpretación, un segundo, dos. Sólo silencio espeso, plomizo, y luego los brazos, como si sólo los impulsara el levantón abrupto de los hombros, se abren y se dejan caer otra vez contra el cuerpo. Otro silencio, un segundo, dos, y una media vuelta que no representa tanto la resignación que la escena connota, sino la atención, o la falta de ella. Deja de mirar el muro, la anciana, que le impide ver lo que seguro desea ver y para eso es necesario que le dé la espalda al deseado voyeurismo escandaloso de ver su verdad imaginaria.
Después de otro segundo (acá segundo es metáfora: ¿quién sabe, a menos que se tome el trabajo de cronometrar, cuánto dura ese segundo interminable?) suenan campanadas. Son once, lo sabemos extensamente por habérsenos repetido ese horario de (falsa) cita erótica hasta el hartazgo unos pocos fotogramas atrás. El silencio que proviene ahora de este copioso y vetusto encadenado de lugares comunes es doloroso: uno sólo puede demorarse en contar tiempos de compases como si fuera una canción (porque de hecho lo es, al menos en potencia) y adivinar en qué compás va a caer la banda sonora para martirizarnos dulcemente con la ultra-K (ultra Kitsch, quiero decir) armonía, melodía, arreglo, de una canción que desearíamos que fuese olvidable.
La anciana se llama Valentina, el objeto erótico ausente (su nieto negado, para más datos), Daniel.
No creo que los guionistas, a quienes entreveo ilusos dandys alcohólicos (creo que Anderle mismo es uno de ellos, aunque puedo equivocarme groseramente: soy de los que creen que Wikipedia es un instrumento de tortura dedicado a volver más ignorantes a las personas) hayan pensado en implicancias de sus reproducciones semióticas, como se dice ahora, digamos. Tiendo a pensar que eran nombres “a mano”, de estereotipicidad crónica. La tercera pieza de la discordia, por ejemplo, se llama Pilar, nada menos quien quebrantó el “honor”, por decir.
Por fin nos llega el sonido crepitante de la banda sonora que reproduce una serenata estroboscópica que lucha (lucha que pierde al segundo compás) por simular cierta espontaneidad. Close-up de la cara de doña Valentina, iluminado (mal) por la extrema felicidad que la espera del milagro se ha encargado de alimentar.

La mayoría de los artistas de todo tipo, género, rubro y posición son previsibles. Pero hay unos pocos, los así llamados artistas populares de masas, que llevan el estereotipo a su cima, y en ella encuentran que la falta de oxígeno increíblemente los hace obrar como si esa cosa misteriosa e insensible llamada “verdad artística” existiera a través de ellos. Terrible cosa: que al fin de un océano de mentiras encontremos la verdad.

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