lunes, octubre 02, 2006

Rinoceronte


4 A.M. Bar en San Telmo. Noche uncanny (creo que es intraducible al castellano, lo lamento).
El tipo está excedido de peso. Muy. Un barril de cerveza le oficia de asiento, en la calle, al lado de la ventana del bar. En su mano se hamaca un chopp que, misteriosamente, está siempre lleno. Desde acá puedo ver su muñeca adornada con una gruesa pulsera de plata, de esas que tiene una plaqueta atada por una cadena que bien podría arrastrar un scania con acoplado. En la mesa hay tres jarras vacías. Es posible que mi estado no me permita percibir cuando llega la camarera trayéndole a intervalos, que intuyo regulares, una nueva jarra de cerveza.
Tiene cara porcina (el tipo, no la camarera), el pelo grasoso recogido en una cola de caballo que le llega a la cintura. Usa, previsiblemente, una remera que publicita una cerveza. La remera está a punto de explotar. El pantalón no llega a cubrirle el inicio de la raya del culo. Mientras habla mira a su alrededor confusamente, como si buscara sin mucha impaciencia a alguien que con toda seguridad está a punto de aparecer.
Ella está sentada al otro lado de la mesa. Es una adolescente pálida, delicada, bella, vestida como para un casamiento. Bebe las palabras del tipo con devoción, asiente feliz y concentrada a cada movimientos de sus cachetes. Mientras empieza a sonreír extasiada abre con movimientos delicados un monederito secreto, saca un minúsculo atado de cigarrillos y enciende uno sin dejar de mirar, arrobada, a su interlocutor. Asiente de nuevo, leve, casi concupiscente, mientras deja salir el humo por la nariz y, a la vez, hace el amague de intercalar una frase. Eso la hace toser. El gordo no se inmuta. Sigue con su discurso parco de gestos y la mirada parsimoniosa y vagamente indagadora a la deriva.
Algo me tapa la visión. Es la camarera trayendo el pedido, que ya no recuerdo de qué se trata. Me pone enfrente un plato del que se derrama un enorme sánguche de lomito con agregados inverosímiles que no recuerdo haber pedido. Maniobro un rato con el monstruo hasta que decido mutilarlo para reducir esa materia inconmensurable a fracciones que quepan en mi boca. Antes de empezar a masticar levanto la vista y la mesa que está al lado de la ventana, del lado de afuera, ya es solamente un desolado cementerio de jarras de cerveza.
Caminando hacia la esquina veo al rinoceronte y a la adolescente pálida tomados de la mano. El rinoceronte camina con las piernas un poco separadas, como si estuviera paspado.
Miro a N y a B, sentados enfrente mío. Luchan con sus sánguches-Leviathan a brazo partido, y parece que van perdiendo.
No se han dado cuenta de nada.

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