martes, noviembre 21, 2006

De partibus orationis ars minor


A los costados se desliza el desierto, como una película monótona, imprecisa e infinita. Bajé las ventanas de la chata cuando salí de Rawson, a media mañana. Me encantaría decir que se rompió el aire acondicionado, pero la verdad es que esa Fiat 125 multicarga pintada de amarillo huevo, y cargada de mercancía para vender, nunca lo tuvo. He tomado la ruta 25 para llegar, en algún momento impreciso, a Corcovado, cerca de la frontera con Chile, en medio de la Cordillera.

Tengo que cruzar toda la provincia de Chubut, desde el mar hasta las montañas, parar en varios pueblos y ciudades intentado alivianar el peso de la camioneta y engrosar el contenido de mi bolsillo. El primer destino, Trelew, me recibe dignamente. No pierdo demasiado tiempo aunque haya tenido que pasar por varios domicilios. En Dolavon los problemas se empiezan a esbozar: no encuentro a mi cliente. Cuando lo encuentro ya es casi mediodía. Decido comer algo antes de salir a Las Chapas. Como un sánguche de milanesa cuya carne parece haberle sido extirpada en vida a un guanaco. Lo bajo con una bebida cola cuyo nombre olvido al instante.

Ya en el camino, el desierto empieza a trabajarme la mente. El ulular que produce el viento con la ventanillas bajas me da somnolencia. Hace varios días que estoy manejando por la Patagonia, y empieza a hacerse sentir el cansancio. Es posible, también, que los 25 años que han pasado desde este momento, en que crucé por primera vez el desierto patagónico, hayan provocado adulteraciones en el recuerdo.

Llega por fin Las Chapas. Previsiblemente, la gran mayoría de las casitas tienen techo de chapa. Un solo cliente, por supuesto: un chileno de bigotito esquivo y maneras redundantes, que me propone las más dúctiles excusas para no pagar. Después de una pava de mate consiente en hacerme un cheque a 792 días. Cuando me extiende el papel sólo puedo ver la cifra garrapateada y el nombre de un banco del cual desconocía su existencia hasta este momento. “¿Es bueno, no?”, pregunto estúpidamente. Me responde una sonrisa desdentada.

El sol empieza a bajar cuando llego a Las Plumas. No es difícil encontrar el negocio de quien vengo a buscar en un pueblo de menos de 100 casas. El problema es que mi cliente, de nombre turco con demasiadas consonantes, ha ido a buscar, o a llevar, algo a Las Chapas. Ha de haber sido el único coche que me crucé en el camino, un Ford Fairlane que alguna vez fue negro. Me resigno a esperarlo. El viento sopla en el desierto; con la caída del disco ardiente del sol en el medio de la tierra calcinada llegan al teatro de la mente los pensamientos más inverosímiles, alucinaciones hechas de palabras en las que se mete como una cuña el aire caliente cargado de arenisca.

¿Esto me ha pasado alguna vez a mí, hace unos 25 años? ¿Estuve alguna vez en la puerta caliginosa de un boliche de ramos generales de un pueblo perdido en el sur, esperando a alguien que no conozco? ¿Es verdad que vi pasar, a contraluz de la dudosa luz del atardecer, a una mujer en ojotas arrastrando a una nena que se limpiaba los mocos con una muñeca de trapo? ¿Será verdad que, después de tantos años, recuerdo haber pensado “Quisiera ir a un lugar donde no tenga que apoyar los pies sobre la tierra”? ¿O lo soñé ayer, después de una mala noche, y ahora siento como si esta pesadilla me hubiera ocurrido realmente?

Por fin llega el Fairlane ceniciento, y con él, Abdljalek. Después de interminables gestos de fingida amabilidad, declamada para demostrarme contradictoriamente que no está para nada feliz con mi sorpresiva presencia, resuelve pagarme la mitad de lo que me debe con un cheque para el año que viene, y contra un banco más ignoto que el anterior. Veo la cifra, la firma, la fecha y el logotipo del banco, que se parece a la carcajada de un desquiciado.

Tengo que hacer noche en Las Plumas. Le pregunto a Abdljalek dónde. “En lo de Sandojé”, me dice, y me da las señas. Es como si el viento hubiera hecho chocar varias taperas y luego le hubieran derrumbado los muros interiores. Cuando entro escucho el clack-clack de unas bolas de billar y siento, abrasadoras, cómo se me clavan unas cuantas miradas borrosas por el alcohol. Sandojé resulta ser un gitano ladino e ingenuo a la vez. Después de regatear consigo cama, cena y desayuno por unas monedas. Insiste en convidarme con una de las mujeres aindiadas que se amontonan en un rincón al que no llega la luz. Paso, le digo, con la voz más grave de la que soy capaz, para no parecer que me niego por puto.

De cena, milanesa con papas fritas a caballo y dos vasos de vino turbio. La cama está en un rancho apartado, sin ventanas, de piso de tierra, no tiene picaporte y mucho menos cerradura. El baño es un cuchitril debajo del único árbol que he visto desde que salí de Rawson. Me acuesto vestido. Me duermo después de acostumbrarme a los sonidos que va dejando el viento a su paso. Tengo pesadillas. Me despierto al amanecer, con la boca reseca.

La ruta se vuelve incandescente. Un decorado barato de película de ciencia ficción. Parece que estoy en una cinta sin fin atravesada por un viento cada vez más violento. Tengo que cerrar las ventanillas. Empiezo a transpirar a gritos. Veo un cartel fugaz: “Próxima estación de servicio YPF Pampa de Agna: 250 kilómetros”. Golpeo el vidrio redondo del medidor de combustible. La aguja tiembla y se estaciona en tres cuartos de tanque. Llego.

Viento, como si fuera el mal en estado puro, invisible, estrepitoso, omnívoro. Viento de frente, a más de 120 kilómetros por hora. Aprieto con insistencia el acelerador hasta el piso. Consigo una máxima de 55 kilómetros por hora. Veo cómo pasa Paso de Indios, el macizo Los Altares, esculpido por milenios de viento como el que ahora golpea contra el vidrio y arranca, como si fueran palitos chinos, los limpiaparabrisas. Ahora sólo puedo pensar en el aire, que se ha puesto violento, y en las cuentas que hago para llegar a la conclusión de que no puedo volver atrás y que pronto me voy a quedar sin nafta. Cuando termino de pasar un cartel que dice “CAJÓN DE GINEBRA GRANDE 15 KM” atravesado por media docena de balas, el motor tose dos o tres veces y se detiene.

“En el medio de la nada” es una frase hecha. Una de las tantas maneras de decir “lugar más o menos desolado”. Yo puedo decir, con cierta autoridad, que mi Fiat multicarga se quedó sin combustible en el medio de la nada. Y, también, puedo decirlo, en la nada el viento sopla ferozmente. Resignado, me bajé. La puerta, como si estuviera siendo empujada por una manada de rugbiers, se resistía. Quise levantar el capó. El viento hizo que se rompiera el soporte. Me tiré encima para que no se volara. Estar afuera era absurdo. Me senté en la cabina. Prendí un cigarrillo y empecé a recordar historias macabras de viajantes varados en la mitad del desierto. Pasan las horas. La nada no se retira. El viento no amaina. Me adormilo. Sueño que el desierto es un cartón amarillento meneado por un ventilador.

Escucho el rechinar de unos frenos y siento, antes de ver, una sombra de animal prehistórico a mi lado. Del otro lado del vidrio, veo cómo un hombre con barba de una semana y el pelo como una medusa abre y cierra la boca ampulosamente. Separa los labios redondeando la boca, luego los dientes superiores se pegan al labio inferior, luego una puntita de la lengua sobresale apenas de los dientes amarillentos y por fin redondea la boca otra vez. Repite el movimiento, cada vez más ostensiblemente. Bajo el vidrio un par de centímetros y después de un par de nuevos intentos, porque el viento ya parece la grabación deformada de un barítono drogado, escucho la palabra mágica: “Nasta”. Sí, digo en voz baja. Sí.

La cabina del Ford canadiense de la década del 40, porque finalmente el animal prehistórico resultó ser eso, está repleta de gente. Calculo que habría unas 7 u ocho personas. Se abre la puerta y el barbudo es expelido por la presión. Cae entre dos cráteres del asfalto y el viento lo voltea. Se levanta y me hace una seña para que lo siga. Atrás, en la caja de la Ford se apilan uno arriba de otro, literalmente, una incontable cantidad de seres humanos tapados por una lona mugrosa. Andrajosos, sucios, desencajados, se apiñan como animales salvajes arrinconados. Hago un gesto de asombro. El hombre con pelo de medusa grita: “Chilotes, para la esquila”. Golpea un poco al azar partes de cuerpos hasta que el mazacote humano hace un hueco y aparece, empujado por fuerzas invisibles, un bidón lleno de líquido azulado. Nafta. Sí, me dice el barbudo, 20 litros. 10 dólares el litro.

Ya atardece. Pasé por Pampa de Agna, El Molle y Tecka. El camino a Corcovado es difuso, me pierdo varias veces. La arenilla que levanta el viento me ha dejado un ardor insoportable en la cara. Prendo un cigarrillo con una mano que sigue temblándome. Voy a una estancia de los Menéndez Behety. Estoy a punto de encontrarme, a la vuelta de este camino ya montañoso, una escena absolutamente increíble.

Pero esta ya es otra historia.


Partes orationis quot sunt?

Octo.

Quae?

Nomen, pronomen, verbum, adverbium, participium, coniunctio, praepositio, interiectio.


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