miércoles, diciembre 06, 2006

Finales


Tenía tanto miedo a los finales que se había adiestrado en el arte de subir con sutileza la perilla del sonido cuando la música se prolongaba en un fade-out. Parecía que la canción seguía sonando con el mismo volumen. Durante unos instantes, tenía la sensación de que la canción no terminaba nunca.


Durante una grabación en casa de J. Noche de día de semana. Muy noche. Vienen unos ruidos confusos de la calle, una especie de pelea en technicolor. Interrumpimos. Nos asomamos al balcón. La escena: dos coreanos, desconocidos entre sí, paseando sus perros coreanos. Los animales están trenzados en una pelea sedosa, ruidosa, sinuosa. Los caballeros orientales comienzan a insultar alternativamente a los perros y entre sí. Los perros hablan en coreano y sus dueños ladran. Los animales terminan por cansarse de traducir su enojo a un idioma hecho de regurgitaciones, se atragantan y se callan. Los notorios dueños de supermercados ya se han enzarzado en una pelea a mordiscones, gruñidos y volteretas. Los perros se quedan absortos, hasta que de común acuerdo deciden separar a sus dueños, que ya empiezan a babearse.


Debemos darle fin a todo. Dada la finitud de nuestra existencia no podemos concebir la eternidad, salvo como un eterno retorno de lo mismo. El corte, la cesación, lo que yo llamaría ahora la abrupción, termina por darle sentido a eventos que desde la perspectiva de la eternidad serían francamente banales.


A los finales amorosos los llamamos separación. Cosa curiosa ya que lo único que se separa son los cuerpos. Difícilmente uno esté más unido a una persona que en el momento del adiós sentimental.


Una de las obvias causas probables de la angustia que produce el fin inevitable es la sensación perturbadora causada por el orgasmo. Acabar, le decimos.


No por nada a los grandes momentos de unión mística los ascetas los refieren, ya devenido en un lugar común, como una separación del alma y del cuerpo.


¿Cómo ponemos en palabras el sonido que hacen los relojes? Tic-tac. Tic, empieza, tac, termina. Fijémonos bien: ¿no será que ese sonido es siempre el mismo y preferimos enmarcar nuestra pasión por el inicio y el final dándole nombres precisos? Yo, personalmente, agradecí la irrupción de los relojes electrónicos. Hasta que descubrí el parpadeo que representaba los segundos. Se prende, se apaga. Empieza, termina. Termina y empieza. Como prefieran.


Cuando llegué a la cima del faro de Finisterra, sentí vértigo. En ese preciso lugar durante muchísimos años terminaba el mundo. Por aquellos días el fin del mundo se podía tocar. ¿Dónde quedará el fin del mundo hoy?


El arte temporal, el que juega con el tiempo, muchas veces se complace en representarnos falsos finales. Acá termina, nos decimos cuando el protagonista se aleja por un camino polvoriento y la música se pone a punto de caramelo. No. Plano americano de la chica gritándole alguna obviedad. La película sigue. Nuevamente: los recursos artísticos para evitar la tensión del final y figurarse que la obra sigue por siempre terminan volviéndolos, por paradójico que sea, artificiales.


El final máximo: la muerte. No hay una sola religión, o al menos no la conozco, que no señale a la muerte como un final y un principio a la vez.


Fin.

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