martes, diciembre 19, 2006

Samsara


Ya sé que no voy a poder explicarlo, simplemente porque no lo entiendo.

Estudié música durante muchísimos años, probablemente unos doce. A los cinco años mi madre decidió que pasaba demasiado tiempo en la calle haciendo cosas que ella no entendía ni siquiera en su idioma y me puso a estudiar guitarra, inglés y para terminar de cerrar mis libérrimos horarios de matiné callejera, me mandó a una maestra particular antes de entrar a primer grado, ya que toda la familia coincidía en la apreciación de que quien suscribe era un poco lento para su edad. Creencia que el tiempo validó con creces. Pero tuvo como efecto instantáneo que la directora llamara a mi progenitora cada dos días por los desmanes que yo cometía en la escuela, ante el hecho natural de que me aburriera consistentemente ante la confección de palotes cuando yo ya sabía leer, escribir, sumar, multiplicar, dividir y otras cosas de las que por suerte me he olvidado.


Me recibí de quién sabe qué, y quién sabe cuánto. Y nunca me sentí músico; de hecho no lo soy. Estudié letras durante muchos menos años que música, y sí me siento un escritor. Estos desgra-biografismos tiene que ver con el hecho de que no pueda explicarlo, ni con música ni con letras.

De todos modos siento que mi patria son las letras, o sea que voy a explicar por qué no puedo explicar nada de cierto tema referido a la música justamente con palabras.

Ensayamos. Con varios músicos excelentes, y yo que apenas puedo parodiar a un mediocre ejecutante. Con una cantante sobresaliente, con otros dos chicos que hacen coros de manera espectacular, y yo que a veces me pongo detrás de ellos intentando de manera pueril sacarlos de afinación con chistes sonoros. Yo sé que un poco me quieren, me dicen Robert Freak, incluso hay momentos (breves) en que asienten complacidos, como si yo por fin hubiera acertado alguna nota con mi nueva guitarra Washburn recién lustradita.

Ensayamos, digo. Y he aquí lo insólito: hay días en que todo suena brillante, ajustado, profesional. Y otros en los que parecemos una banda de jardín de infantes aporreando instrumentos desconocidos y cantando cosas raras como si fuera la primera vez. Un enigma. Un dilema. Un delirio.

Le echamos la culpa a F. que toca la batería con la saña de un Barreda grunge. Nos peleamos con N. porque acá no va Sol sostenido mayor, sino La bemol mayor, hasta que nos damos cuenta de que es la misma cosa (casi). Claro: J. no está en un buen día, se está haciendo la minita y se la agarra con A., que lo único que hace es tocar el bajo con la aplicación de un lama tibetano y la persistencia de un Hare Krishna repartiendo volantes en la calle Florida. No, no es esto, definitivamente. El recurso a los múltiples estados de ánimo explica apenas una fracción del asunto. Thelonius Monk cuando tenía un mal día era genial igual. Nino Bravo con dolor de panza afinaba igual. Mahler en sus peores momentos escribía como si le dictara Dios.

Después de unos 25 años vuelvo a tocar la guitarra. La abandoné el día que percibí con toda claridad que jamás iba a tocar como Paco de Lucía. La reencontré ahora que entiendo que a la estupidez hay que tratarla de usted. Y vuelvo a sentir esa magia que produce la música de las esferas cuando todo se acuerda. Y me encuentro, a solas o en grupo, con la desazón causada por la ausencia de música en la música.

Cortázar, con los ojos cerrados y una mano atada en la espalda, podría explicarlo mejor que yo. O Italo Calvino, o Paul Auster, o mi abuela, que contaba historias absurdas con un aire de conspirador ruso, siendo ella tan gallega. Yo no. No tengo idea cómo explicar qué cosa ocurre cuando todo se arregla instantáneamente en esa matemática satelital empeñada en suplantar a la filosofía que convenimos en llamar música.


Tiendo a creer que la música tiene vida propia. Que tiene su cielo y su infierno, sus menopausias y adolescencias, malhumores, quebrantos, alegrías y sublimidades. Tiene humores y malos días. Y nos usa para existir aunque no de manera exclusiva. Porque los delicados sonidos del agua corriendo no cesan cuando no hay un ser humano escuchándolos.

Y la música, cuando tiene un día en el que ironiza a nuestra costa, nos hace creer, estúpidamente, que somos nosotros quienes la hacemos.

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