jueves, marzo 18, 2010

Fettuccini con ajo, morrón, albahaca y jamón (y algo más que me olvidé)


Leo una versión española de una traducción francesa de un original árabe (“ilustrada con 28 páginas en negro y colores de: J. Serra Massana”, imaginate) editada en 1944 por José Ballesta (en Cevallos 475, Buenos aires, según dice) que, de un modo tan sesgado que se me complicaría explicar, me divierte (en el sentido militar del término).

En la página 13, justo cuando todo empieza, abajo, a la derecha, donde la página termina “como buen mu-“, entre “como” y “buen”, un manchón como una gota oscurece redondamente el espacio entre “mo” y “bu”. Luego un fade out hacia abajo, con una leve deriva hacia la izquierda: un fantasmita que se va difuminando en la nada. Entreveo un manoteo instintivo para intentar borrar algo que sabemos, a priori, es decir, como decía Kant, independientemente de la experiencia (y no antes), que nunca, jamás, hasta que el libro desaparezca de la faz de la tierra, podrá ser borrado.

La noche va transcurriendo, con sus más y sus menos. O sea: los más de la gastronomía se debaten en mi imaginación contra los menos de lo que podríamos metaforizar como los ruidos digestivos y proto-paleozoicos del camión de basura, como se dice, por decir.

Estoy en la página 130. No voy a decir más. Era la página 130. Eso me fijé después, pero era la 130. La gota cayó entre “hombre” y “triste”. Sesenta y seis años podrían ser lo que separan estas desprolijidades espejadas de lectores poco atentos al colesterol. Con el índice, digamos con la segunda falange del índice arqueado formando un cariñoso gancho de carne, froto la gota de arriba a bajo, de derecha a izquierda, con la ilusión absurda de borrarla.

En el final de la página 131, (para ser sincero, ya taché cuatro palabras antes de “para”) horriblemente leí “huesos y piel”.

Chasqueo la lengua (no encuentro ningún verbo menos lamentable que chasquear) contra el paladar, como si se pudiera saborear un chasco adverso, y me digo, si es que alguien alguna se dijo, o pudo decirse, algo, lo cual podría ser una contradicción en los términos o un indicio psicopatológico, algo.

Cierro el libro y una pregunta, hecha con todas las palabras, prolija y bien encaminada, se me forma sin sonidos en la mente: “¿ha de ser que las gotas, ahora que he cerrado el libro, se afirman una a otra, simétricamente, a sesenta y seis años y 117 páginas de distancia?”.