Ñanco y Ñimin
Ahora tengo sentado al lado un coreano.
Antes (hace unos días o unos segundos, total uno lee “antes” y ya se queda tranquilo: sabe que lo que le va a ser relatado es anterior a lo que se le venía diciendo, lo demás está para la estadística), yo miraba por la ventanilla un espacio irreal. Repetido (¿pero, cómo, hace media hora pasamos por este lugar ya, no?), absorbente. Absolvente, por jugar. Uno empieza a comprender de qué trata la culpa a causa de ese lugar, ¿no?. Ahí uno va a perdonar sus propios pecados. O siente eso, digamos, entre otras cosas. Y empezamos a bajar. Me doy cuenta porque cambia el ángulo de la llamarada de tierra que va dejando al paso de la camioneta una estela interminable de camino de ripio, primero, y después porque uno siente que las vísceras se mueven y uno debiera moverse en el mismo sentido, y así uno se da cuenta que sube, baja, y cosas así. Vamos bajando. Acá qué es, le pregunto a Julio. La Bajada del Inglés, dice así, como si hablara con mayúsculas incluidas. Ajá. ¿Quién es el inglés? No sé, dice Julio y mira el chorro de tierra que se nos viene encima desde que salimos del pueblo. ¿Y adónde lleva la bajada del inglés? A Corral de Piedra, dice y sigue mirando al camino de su lado del asiento. U, dice Julio. Más bien uuuuuuuu, dos o tres segundos, algo así de largo. ¿Qué?, le digo. Uuuuuuuu, sigue diciendo a intervalos regulares. No llego a alarmarme, por eso pregunto ¿Qué pasó?, después de un rato largo.
Un Ñanco. ¿Qué? Un ñanco. ¿Y qué pasa con el ñanco? ¿Qué es un ñanco? Le vi la espalda al Ñanco. Sonamos, pienso yo. Julio después va diciendo que ese aguilucho intrascendente, y por eso poderoso, que pasó fugazmente, como salido mismamente del chorro de tierra que brotaba justo al lado de la camioneta, es el ñanco. El pecho blanco, la espalda negra.
Esa noche me acosté con fiebre y dolorido, en una cama para el olvido.
Carraspeo un poco, con decoro eso sí, antes de hablar con el Lonko de Sierra Colorada. Todavía me siento afiebrado. Intercambiamos cortesías y desamparos y le pregunto qué significaba el diseño que dibujaban con perfección las cerámicas recién puestas de la ruca. El cielo, dice. Ajá, digo yo. Es lindo, digo. Sí, es lindo, dice. Julio, atrás del Lonko, dice que no con la cabeza, enfáticamente.
Venga que le muestro, me dice el Lonko, y parece que me hubiera tomado del brazo para llevarme aunque yo no lo quisiera seguir. Saca una llave del bolsillo y me hace pasar por una puertita lateral. Adentro está atiborrado de electrodomésticos de última generación: Home theatre, pecés, LCD, y otras cosas de las que no sé el nombre.
Después digo Qué, le digo qué a Julio. Qué qué, dice mirando para otro lado, afuera. Qué me decías no atrás del Lonko. No, lo de la figura, que no es el cielo. ¿Y qué es? La vida, dice mirándome de repente a la cara. Ajá. Mirala bien, te vas a dar cuenta. Sí, parece. El abrazo de la vida, dice Julio. Abre los brazos y se toca las puntas de los dedos, como si tuviera una pelota grande entre sus brazos. Ajá, sí, ¿no?.
Almorzamos un cordero bastante matungo. La sobremesa duró mucho. Yo sentía que había comido un par de rieles. Los demás también. Le pregunto a Fanny (¿Fanny?¿Quién te puso Fanny? La esposa del médico que me trajo al mundo se llamaba así. ¿Y quién te puso? Ella.) qué es el diseño de las cerámicas. EL Lonko te dijo cualquier cosa. Ajá. ¿Y qué cosa es? Representa a la mujer, ¿no te das cuenta? Miro la figura que arman los mosaicos en el piso. Digo sí, claro. Claro.
El coreano se fue. Ya me tenía nervioso el pelotudo ese.
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