lunes, noviembre 16, 2009

Fragmentos argentinos redux (Águila 2)

16 de junio

Hoy he visto una nube abigarrada de mariposas multicolores volando a través del bosquecito. Casi pensé que era un sueño porque un extraño sentimiento de absurda confianza se apoderó de mí, cosa que casi nunca ocurre durante la vigilia. ¿Por qué esta alegría sorda y profunda, fundamental, que surge en las venas y en la garganta de alguien que casi puede ver su futuro adverso? Hay un solo placer, el de estar vivo, todo el resto es miseria.
Ya no escucho a tío Ignatius. Sus labios se mueven delante de mis ojos pero ningún sonido llega a mis oídos. Las lecciones no se dan, se toman.

18 de junio

En al armario del comedor, apoyada en la tetera de plata, hoy al mediodía me esperaba una carta de tío Friedrich desde Italia. Me cuenta sus viajes en abigarrados compartimentos de vagones de tren, los padecimientos con el idioma, del cual me da unas muestras graciosas, las costumbres insólitas de ese pueblo mediterráneo y salvaje.
Lo extraño un poco. Le contesté inmediatamente. Repetí la promesa, ya cada vez más incierta, de reunirme con él en el otoño. Mientras escribía la carta pensaba en Ilse. ¿Qué será de ella en estos tiempos? La gran tarea de la vida parece ser justificarse. Yo lo estoy haciendo de antemano.
El ciprés y la casa sobre el borde de la colina, oscuros contra el cielo rojo, al levantar la vista del papel, llenaron, con su incendio imaginario, mi alma de aprensiones. El poso de lo que vendrá se deposita, ya negro, en el fondo de mi ser. Terminé la carta como en un sueño, intentando mentir lo menos posible, sabiendo que escribo con cierta pasión, y seré leído con cierta ironía. Como Voltaire leyendo a Pascal.

24 de junio

Me siento desamparado. Pero, ¿por quién?, si, en realidad, nadie me ha amparado nunca; en ningún momento de mi vida sentí que alguien me rodeara con su comprensión. Estoy desamparado de mí mismo. Me estoy abandonando. Me dejo caer la piel gastada de una época que loquea.
Hoy terminé de leer Rojo y Negro y no llego a comprender por qué Julián Sorel dice "merezco la muerte, y la espero". Su muerte es una especie de suicidio, ejecutado por la ley. No ha estado a la altura de su destino, y allí está todo el drama.
No un deseo, sino una necesidad que se transforma en virtud.

25 de junio

El camino hacia el pueblo pasa cerca de la casa de Ernest. Me desvié para ir a verlo y conversar un rato con él. Dejé la bicicleta apoyada en el portal pintado de blanco y levanté la vista hacia su habitación. Ernest estaba parado frente al gran espejo de su armario, vestido con el uniforme gris y el pelo recién cortado. Visto desde abajo parecía más grande de lo que en realidad es. Me paré un instante, curioso. Hacía gestos mecánicos, como recién aprendidos. Se alejaba del espejo y levantaba la mano derecha con un movimiento violento; parecía que estaba abofeteando a alguien. Recogió de la cama el sombrero, que yo no había visto, y se lo caló muchas veces, ladeado en diferentes ángulos, hasta que uno lo satisfizo, y así se acercó hasta unos centímetros del espejo, sonriendo. De pronto su cara se contrajo con furia. Se dirigió a sí mismo una mirada de muerte. Volví sobre mis pasos, subí a la bicicleta y me fui a casa. Tuve que reprimir algunas lágrimas. La garganta me picaba.
Después discutí con tío Ignatius. Los remordimientos incitan a morder.

26 de junio

Hoy he leído en la Biblia: El sabio tiene sus ojos en su cabeza, mas el necio anda en tinieblas; pero también entendí yo que un mismo suceso acontecerá al uno como al otro.
Las moscas revoloteaban sobre los membrillos reventados en el suelo. El bochorno de la tarde hacía que los pensamientos anduvieran con paso cansado.
Cómo romper con la soledad, cómo comunicarse con otros. En la desventura máxima de la soledad me encuentro con el supremo consuelo de la plegaria, que es el desahogo con un amigo que no falla: Dios. Aunque la mayor parte del tiempo esté solo, es extraño que piense que deba estar mejor comunicándome con otro, a quien le pido lo que ya tengo en mí. Es como si quisiera volver a tenerme en otro. Y además está el deseo de mujeres, que dejo aparte.
Cuando volví de la huerta, mamá me miró con extrañeza. Me lavé las manos, y empecé a poner los platos sobre el mantel bordado de flores. Tío Ignatius entró con la pipa apagada en la boca, leyendo reconcentrado el periódico. Cuando levantó la vista y se fijó en mí, la mirada también fue extraña. Comimos en silencio. El aire quieto y caliente traía, de tanto en tanto, el traqueteo de los carros yendo hacia la feria.

1º de Julio

Otra carta de tío Friedrich: "He llegado hasta el límite, he llegado hasta la orilla del mar, por así decirlo; ¿me hago infiel a mí mismo si no quiero saltar dentro de las olas?". Nunca le falta a nadie una buena razón para matarse, sin embargo hay quienes van por la vida buscando, desesperados, esa razón insensata. Creo que tío Friedrich es uno de ellos y como ahora está solo, en un país extraño, sin fe, se siente desarraigado. Pero todo tiene remedio.
Hoy, aunque ya es un poco tarde, me puse a plantar guisantes, lechugas, zanahorias, cebollas. El trabajo me ha puesto súbitamente triste, mientras veía chispear las semillas bajo el sol abrasador, pensando que pronto tendría que cubrirlas de tierra fría y oscura.
Dormí la siesta a la sombra del cedro. Oí una voz que gritaba: "La Nada celebra su baile de máscaras", yo era un niño y la casa era la casa del abuelo, en Hannover. Papá estaba vivo, con su uniforme un poco raído, con la enorme herida en la garganta, pero vivo. Como si sólo fuera un disfraz. Yo veía pasar las copas de champaña y tomaba una, dejando caer unas gotas en la bandeja del mozo. La fiesta estaba en su apogeo. Mi padre se desprendía de un grupo grotesco de animales. Me miraba, serio y pálido, con su herida ya purulenta, como un medallón inclinado en la garganta de un borracho. Abría la boca para decirme algo pero sólo podía emitir una especie de silbido que salía del agujero en la garganta. Luego el sueño tomó otros rumbos: terminé en brazos de una hermosa mujer desnuda.
La muerte no se atreve a tocarme el hombro, hasta ahora juguetea en las sombras.

2 de Julio

Hoy huelo, con una nitidez inaudita, el perfume de las flores del tilo. La filigrana de ese olor tierno y familiar me da, ahora que la pluma se arrastra en el papel, una alegría en miniatura, tan escasa en estos días tormentosos. Por momentos pienso que la incertidumbre de la espera me va a enloquecer, y me aferro a estos mínimos momentos como el náufrago a una tabla.
Veo poco a Ilse. Hoy la evité. Quiero verla poco y no hacerla sufrir y sufrir yo mismo. Ernest, Georg y Karl ya se han ido la semana pasada. Yo sigo.
Al ir llegando a casa para el almuerzo escuché, después de mucho tiempo, cantar a mi madre un viejo canto de iglesia del que siempre adoramos su simpleza. Muchas veces lo cantamos juntos. Me alegró oírla cantar:

Desde lejos,
Señor, he divisado tu trono,
y me hubiera gustado
enviar por delante mi corazón,
y me hubiera gustado entregarte a ti,
creador de los espíritus, mi cansada vida.

Durante el almuerzo, tío Ignatius ha vuelto a parlotear sobre la "guerra inevitable que se avecina". El recuerdo de la canción de mi madre tapó su discurso pedante. Me parece increíble que la gente sea tan necia de convocar a la catástrofe como lo está haciendo. La radio trae muestras del aullido de la muerte que las multitudes inventan cuando salen a escena, tomándose su papel muy en serio, unos cuantos bufones siniestros.
Como hoy es domingo, el silencio de la tarde se ha hecho espeso bajo el sol hirviente. No pude dormir la siesta, por el calor. Luego estuve vagando por el pueblo, como un fantasma; no queda ya ningún amigo. Casi todos son mujeres, ancianos y niños, a la espera de los botes que los salven del naufragio. Tuve un fuerte sentimiento de culpa. Me volví a casa corriendo. Casi atropello una gallina.

10 de julio

El deseo de escribir me abandona. ¿Para qué escribo?
La cosa más secretamente temida sucede siempre.

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